mormones

Puertas y caminos [Crónica]

Una crónica de Carlos Chávez

Como todos bien saben, en El Tepitazo Blog la religión nos merece una opinión muy particular, sin embargo y por muchas razones, la gente que las profesa merece todo nuestro respeto, en especial aquellos que sí hacen sacrificios para honrar sus creencias y no abusan de la confianza lógica que se presume de un religioso.

Hoy les traemos una crónica de Carlos Chávez respecto a esas personas que donan años de su vida para llevarle esperanza y algo de paz a los más necesitados, me refiero esta vez a los mormones. Que la disfruten.

Puertas y Caminos. De Carlos Chávez

Bajo este sol tropical, la corbata me supo a manzana. Como a la manzana de Adán atorada en mi garganta.

Así, entre sudores penitentes, caminé deprisa por caminos poco rectos. Por caminos que parecen ir a todos y ningún lado. Caminos empinados, ondulantes, aguanosos, enmontados, casi siempre infestados de chuchos endiablados. Pero la consigna era una: tocar puertas. Tras una otra y otra y otra.

Pocos salvadoreños preguntaron quién era. Y muchísimos menos abrieron. Una señora dijo que no tenía tiempo. Otra más dijo que su marido era bravo, delicado, que mejor me alejara del timbre. Y hubo un señor que, tras asomarse por su ventana, la cerró con avidez.

Nunca han sido fáciles los caminos de Dios. Traté de ser mormón por un día.

Hace poco nos conocimos. Y desde entonces no hemos hecho otra cosa más que andar deprisa.

Aunque vista como ellos dos —camisa blanca, corbata y pantalón negro—, intuyen que no sé qué es ser mormón. Que pretendo conocer su iglesia, la de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Esta que, según sus números, ya suma 103.470 adeptos salvadoreños. Saben que soy un periodista. Y que si luzco como uno de ellos, es por sugerencia de una autoridad de su iglesia. Es mejor misionar así en el lado más norteño, y estigmatizado de violento, de esta capital con nombre de profeta.

Mientras doblamos por una esquina, sin rumbo definido, pongo atención en los dos misioneros mormones a los que acompaño. Ambos tienen expresión mansa. Y sobre sus pechos, unos gafetes negros que los definen como “elders”. Elder Cowdell, y Elder Xoquic II.

—En inglés eso significa anciano, es también un término bíblico, así nos llaman a los misioneros mormones —traduce con inconfundible acento gringo el anciano Cowdell, un joven de 19 años que ya suda los calores del mediodía.

En mi imaginario, Cowdell es el típico mormón. Es gringo, nació en Utah, el estado mormón por antonomasia. Es rubio, como de 1.80 metros de estatura, con rostro tipo Jude Law, el actor de Hollywood. Su look mormón lo complementa una sencilla mochila negra a espaldas. Intuyo que allí transporta alguna Biblia o himnarios.

Junto a Cowdell, camina el elder Xoquic II. Él es más bajito, y moreno. Es un guatemalteco de raíces mayas. Parsimonioso, afianza las asas de su maletincito, mientras su mirada queda trabada en el horizonte. Quizá mira la calle que ha empezado a descender. Como ironía, calle más abajo dicen que está el infierno. O así le llaman algunos al penal de Mariona, el más grande y sórdido de este país. Y justo aquí, en la cuneta, vaga un volante que promete lo contrario. “¿Quieres ir al cielo?” Y uno piensa en el tamaño de esa oferta.

Una oferta al paraíso, que hasta ahora, ningún elder ha mencionado. Ambos continúan ensimismados en caminar hacia alguna parte. A veces cuesta alcanzarlos, o se quedan taciturnos. Para matar al silencio, este que me parece monacal, le pregunto a Cowdell si conoce a The Killers. Una famosa y conservadora banda de rock, cuyo líder siempre enarbola su mormonidad. Y Cowdell es todo oídos, dice que desconocía que The Killers tuviera algo de mormón.

Lo que no me contará es que —en su calidad de misionero— tiene prohibidísimo ver televisión, escuchar radio, ir al cine, usar internet, visitar familiares, o tener novias, o flirteos con salvadoreñas… La castidad debe esperar al matrimonio. Y hay más. Cowdell tampoco me dirá que tiene prohibido salir de la jurisdicción del municipio de Mejicanos. Él también tiene preguntas. “¿Seguro que usted tiene novia o una esposa?” Y le respondo que cero. Y no me cree. Ríe.

—¡Yo sí quiero casarme, hermano Carlos! Solo me falta como un año más aquí, y regresaré a Utah —profetiza su propia vida, con su marcado acento gringo.

Xoquic, el guatemalteco, me resume algo básico. Dice que a los 19 años, todo varón mormón debe dejar su país y llevar su evangelio a otro país durante dos años. A diferencia, para las chicas hacer misión es una opción, y si la toman requerirá año y medio. En lo que no hay distinciones es que todos los misioneros deben costearse su propia misión, con sus ahorros o ayuda familiar. Dicen que ser un elder o hermana es como un diezmo de juventud. Un diezmo que 337 extranjeros —como Xoquic— pagan en este país. Y a cambio, 268 salvadoreños lo hacen en el exterior.

Aquí o en el extranjero es igual. Los misioneros deben tocar puertas. Y Xoquic parece tener manifiesta intención de hacerlo. Nos desviamos de la calle que va al reclusorio, y nos introducimos por un pasaje flanqueado a sus dos lados por casitas de todos colores.

Xoquic toca una primera puerta, pero nada, no hay nadie. Cowdell toca una tercera, de portón negro, nada. En la cuarta, dijeron que mejor otro día. En la quinta, a Xoquic le dijeron que ya creían en Jesucristo. Cowdell parece que tendrá mejor suerte en la undécima. Se trata de una casita alejada de la calle por un desvencijado portón. En el umbral de ella, aparece una señora chineando un bebé.

—¡Buenas tardes, hermana! Somos misioneros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, comúnmente llamados mormones. Traemos un mensaje…

—¡Muchas gracias, joven! Pero no puedo recibir ese mensaje. El hombre de la casa ya va a venir y se puede enojar por estas cosas ¡Diocuarde, es delicadísimo! —se excusa la señora.

Cowdell no se da por vencido, y pregunta una última cosa, ¿y ese hombre delicado cree en Dios? Y desde la oquedad de la casita se escucha un contundente “no”. Cowdell pone cara de susto, y emprende retirada. No pudo ofrecerse a planchar, cocinar, barrer o lavar platos. En teoría, una trapeada podría convertirse en el picaporte que abra las puertas de hogares reticentes a mensajes evangélicos.

Y justo al final del pasaje, donde la calle se vuelve terrosa, hay un señor intentando mover un parlante, uno descomunal como de los que hay en las discotecas. Bonachón, Cowdell se acerca a la escena. “¡Creo que soy un poquito más cholo que usted, lo cual no significa que usted no lo sea!”, le dice al señor, mientras se pone el pesado cubo negro sobre su espalda. El elder gringo camina un largo trecho rumbo una casa que queda en alto. Allí, cabizbajo como un atlas, Cowdell no puede ver un desteñido rótulo sobre la puerta: “Ministerio Evangelístico Profético. Porque no hay nada imposible para Dios, Lucas 1:37”.

El parlante resultó ser de uno de esos templos, donde, a diferencia de su iglesia, usan panderetas y hablan lenguas muertas.

Al salir del Ministerio Profético, Cowdell y Xoquic ríen. Con perlas de sudor en la frente, retoman su misión proselitista.

Sobre la misma calle, ahora lodosa, pasan revista a una hilera de champas. Obvian a las que colindan con otro templo, uno llamado “Tabernáculo Bíblico Bautista”, que está abierto y cuyos miembros no dejan de verlos. Aún así abordan a un señor que, casi frente al templo, y con suéter, rasca la calle con una pala.

Xoquic, el guatemalteco, lo saluda al mejor estilo salvadoreño. “¿¡Está paleando con todos los poderes!? El canoso señor levanta su mirada, y asiente. Dice que intenta desaguar una charca. Y Xoquic ofrece su ayuda. Palea. Y al concluir, le pregunta si le permitiría cantarle un himno.

El señor parece no encontrar otra forma de agradecerle. Se encoge de hombros, y nos hace pasar a su champa. Después de tocar varias puertas, ¡por fin esta se abre!

Adentro no hay mucho. No hay brillos en el piso, sino tierra apisonada. Hay guirnaldas de ropa y sábanas que se orean. Un par de sacos y guacales sucios. Un viejo televisor prendido. Y un sofá raído donde toma asiento el señor de la pala. Él se presenta como Daniel Chévez. Como si algo sui géneris estuviera a punto de pasar, al lado de Daniel se colocan dos expectantes niños descalzos, sus nietos. Luego se suma a la escena un escuálido chuchito de pura raza indefinida, que se echa debajo de una mesa, atento a los foráneos.

Cowdell ya ha tomado asiento en la única hamaca del lugar. Xoquic insiste en cederme la única silla, y estoico se sienta sobre un ladrillo de concreto. Los élderes extraen de sus respectivas mochilas unos libritos y los hojean. Luego entonan, por sílabas, el himno número 137. Daniel intenta parafrasearlo.

—Señor, mi gratitud quiero expresar sirviendo a otros con bondad, y así haré tu voluntad…

Tras el himno, Cowdell toma la palabra. Y empieza a explicar algo complejo, pero que, contra sus 19 años, de edad parece capaz de explicar. Toma un libro azul que en letras doradas dice El Libro de Mormón. Un testamento escrito alrededor del año 1830, por José Smith. Smith fue el estadounidense que fundó esta religión 100% norteamericana. Esto lo sabe de sobra Cowdell, quien arranca por preguntarle al hermano Daniel si sabe quién es Dios.

—Claro que lo sé. Mire, yo voy a otra iglesia. Pero sé que Dios es el santo tres veces santo. Él que vive en el aposento alto…

Luego de varios “ok”, Cowdell le habla de profetas, uno de los temas neurálgicos del mormonismo. “Como usted sabe, El Señor, Dios, llama a un profeta en cada tiempo para dirigir la tierra”. Y le menciona a algunos en orden cronológico: Noé, Moisés, Juan el Bautista, Jesucristo… José Smith. Y le pasa una fotografía del último profeta, uno que está vivo.

Curioso, el hermano Daniel se lleva la fotografía cerca de sus ojos. Mira a un sonriente señor de unos 70 años, ataviado con una sonrisa bonachona, bien peinado, con saco y corbata oscura. Cowdell y Xoquic explican que él es Thomas Monson. Y que los dos señores que lo flanquean, en la imagen, son dos de sus doce apóstoles. Daniel se queda con los ojos redondos como platos. Y sin aspavientos, pero meditabundo, devuelve la foto.

—Yo no estoy en contra de ustedes. Pero quizá no solo exista la iglesia de este señor. Yo creo que la iglesia de Cristo es la verdadera, la de las Siete Iglesias del Apocalipsis. Recuerde que allá en Macedonia…

Daniel les cita un repertorio de términos cristianos. Parece un conato de debate. Y afables, los mormones se despiden de Daniel. No sin antes orar por sus riñones enfermos y por su pobreza. Luego le entregan un folleto para que hojee.

—Si usted tiene alguna duda de El Libro de Mormón, ore y pregúntele a Dios si esta es la iglesia verdadera. Yo estoy seguro que así es. —asiente Cowdell, y lo invita a visitar la capilla mormona, loma arriba.

“Como no, por allí les voy a llegar un día”, se despide el hermano Daniel.

Con imperturbable expresión mansa, Cowdell y Xoquic aceleran sus pasos, en silencio. El camino se vuelve solitario, flanqueado de monte y basura. Tras dejar a espaldas una terrosa cancha de fútbol, aparece el asfalto de la calle que lleva al penal de Mariona. Del otro lado de la vía, se avistan las murallas y los tejados de una residencial de clase media, con nombre bíblico, Ciudad Corinto. Y les pregunto si ya han ido allí a evangelizar.

—No, no podemos. Allí es privado y no nos dejan entrar. Pero algunos de nuestros hermanos, de los que van a la capilla, viven allí. —responde Xoquic.

Él empieza a buscarse unas monedas en el bolsillo. Cowdell hace lo mismo. Y extrae 20 centavos de una bolsita que lleva atada a su cincho. Parece que tomaremos un bus para conseguir vadear unas seis empinadas cuadras, para acercarnos a la morada de otra familia. Una con la que concertaron cita.

El bus aparece, y lo abordamos. Sus acartonados asientos, y la brisa que se cuela pos sus ventanilla, me saben a gloria. Unos asientos atrás, Cowdell parece contento también. En contraste, Xoquic luce más serio de lo normal, sentado hasta adelante con la mirada atornillada en el horizonte. Quizá esté cansado de esta jornada. Y hago balance.

Poco antes, ambos me aseguraban que todos los misioneros mormones madrugan a las 6:30 para orar. Y deben dormir hasta las 10:30 de la noche.

Durante ese lapso de 16 horas hacen, o deben hacer, muchas cosas. Ejercitar el cuerpo media hora. Y sobre todo, estudiar dos libros: El Libro de Mormón, y el de “Predicad Mi Evangelio”. Leer estas doctrinas fortalece su faena evangelizadora. La que arranca a las 10 de la mañana, y termina entrada la noche, a las 9. Luego de esa hora, regresan a sus piezas. Cenan. Deben escribir en su diario personal. Y deben planear el itinerario del siguiente día.

A secas, esta es la jornada diaria del misionero mormón. A la que se someten —al menos seis días de la semana— Xoquic y Cowdell. Y otros 53,000 jóvenes en algún otro recoveco de este mundo. La pereza no cabe aquí. Y las contadas comodidades que se permiten adquieren formas como esta, la de bus.

—Es difícil ser misionero —se sincera Cowdell, lo dice con una enorme y modesta sonrisa.

“¡En esta parada bajamos!”, nos avisa Xoquic. Y nos apeamos del bus frente a una esquina de tentaciones. Allí donde una señora vende dorados bolillos de pan. Y donde otra echa unas aromáticas pupusas que supuran queso. Pero no es hora de cenar aún. Y mejor callo, horas antes me habían explicado que la mayoría de Elders suelen preparar sus propios alimentos. Y creo que ni vieron esas pupusas de queso. Tampoco leen una manta publicitaria, que cuelga encima de nuestras cabezas, “Seis horas de poder y milagros con Jesús. ¡No faltes! Tabernáculo…”, harina de otro costal. Lo que los tres sí vemos es una tienda. La sed nos une.

Antes de alcanzar la tienda, Xoquic comenta algo que me sorprende. Antes ya había digerido que les sea prohibidísimo beber aunque sea un piquetito de alcohol. O eso de que una vez al mes —los misioneros como él— no deben probar bocado alguno durante 24 horas. Pero Xoquic me habla del café.

—No bebemos café, eso está prohibido para todos los mormones.

Y explica que este tiene sustancias nocivas a nuestra anatomía, y que es justo allí donde mora el Espíritu Santo. Lo que no entendí es por qué si desdeñan al café, aceptan a los cuestionados refrescos de cola. Ni él, ni Cowdell me lo saben explicar. De todas formas, no piden Cola en una tienda de esquina, sino unas humildes bolsas de agua, de 12 centavos cada una. Eso sí, bien frías. Cowdell y Xoquic se las beben en un santiamén. Y depositan la bolsa vacía en un compartimiento de sus mochilas y, a proseguir. No son ni las 6. El proselitismo acaba a las 9 de la noche.

La mala yerba crece por doquier. Hay tanta, que apenas y se dibuja ya el lodoso sendero que lleva hacia un barranco moteado de paupérrimas casitas. Enfilamos hacia una de ellas.

En el barrancoso trayecto, Cowdell platica que antes de aterrizar en El Salvador ya imaginaba realidades como esta, distintas a las de un país rico y poderoso como el suyo. Para él, estos dos años de misión no le sabrán a un siglo, eso a pesar de que vivió o estudió en lugares como Inglaterra, Alaska o su Utah. Y le pregunto si no lo critican por todo lo que significa ser mormón, y responde que sí.

—Tengo unos tíos que siempre dicen cosas, críticas… Pero yo estoy convencido de que esta en la iglesia verdadera —confiesa con su modesta sonrisa.

Cowdell y Xoquic detienen sus pasos. Todo parece que se frustró una potencial visita evangélica. La maltrecha casa donde habían sido citados está cerrada. Y los élderes hablan algo entre ellos, no pueden permanecer sin hacer nada. Y eligen tocar la puerta de una covacha de láminas de zinc, una que parece aferrada a la misma ladera. Por su puerta asoma una mujer morena de rostro apesadumbrado. Sin embargo, al ver a los élderes reacciona de modo excepcional a lo que se venía viendo. Sonríe. Se alegra quizá.

—¡Qué bueno que me visiten otra vez! Ay, ya me alegraron, es que he estado un poco enfermita…

La delgadísima mujer —llamada Blanca Guerra— invita a pasar adelante. Adentro huele a humedad encerrada. Sobre el piso de tierra, lo más llamativo son dos camas, un ropero y un guineo. Con parsimonia, Xoquic le pregunta a Blanca Guerra si leyó el folleto proselitista que le obsequió días atrás. Y ella se sincera.

—¡Ay, Dios! No me ha quedado lugar, más que ando con una gran gripe. Y mi hermana que falleció de cáncer hace poco.

Mientras lo dice, logro ubicar sobre una arrinconada mesita unos recibos de luz y dos libros apilados. Es una ennegrecida Biblia cristiana. Y encima, El Libro de Mormón que luce intacto, con el corte de sus páginas aún muy chelito.

—Les prometo que voy a leer esas lecturas. Y el domingo con seguridad llego a la capilla —da signos de conversión Blanca Guerra.

Antes de despedirse, los élderes entonan el himno 42. Uno llamado “Jesús es mi luz”. Luego, Cowdell encabeza una oración al Padre Celestial. En plena letanía, se cuelan unos ruidos venidos de la casa vecina, unos sórdidos regaños de una madre a su hija. Con simultaneidad, aparece Brian, el hijo adolescente de Blanca. Él toma asiento, y luego finge dormirse con una almohada detrás de su cuello.

Cowdell lo saluda. Y lo invita a visitar la capilla mormona. Le dice que hoy jueves, la capilla permanece abierta hasta pasadas las 9 de la noche. Que allí hay otros chicos y una cancha de básquetbol. Brian promete ir, algo que no cumplirá.

Ya es de noche. Y estas calles tienen razón de lucir tenebrosas. En este recoveco de Mejicanos hay predios baldíos de sobra y pocos vehículos circulando. En algunas paredes hay grafitos de pandillas. Quizá por eso, Cowdell y Xoquic aligeran aún más el paso hasta llegar a la capilla.

—Si quiere entremos, para que conozca cómo es una —me anuncia Xoquic, poco antes de atravesar sus portones.

La arquitectura de esta capilla carece de algo que la haga distinta. Distinta a las más de 150 capillas que pinchan el mapa de El Salvador. Hay incluso, en poblaciones tan insospechadas y recónditas como Tacuba, en Ahuachapán. O Anamorós, en el oriente.

Vistas desde afuera, parecen unos enormes cajones pintados de blanco, de cuyo techo sale escupida una aguja o pináculo. Alrededor, casi siempre hay un consentido césped. Y una dura cancha de fútbol, una de concreto que algunos detractores consideran un anzuelo para jóvenes pobres. Y justo ahora la cancha es un jolgorio de niños y jóvenes tras una pelota. Un torbellino de ellos se aproxima a saludar a los élderes.

Mientras eso pasa, me adentro en la capilla. Se trata de un edificio de puro estilo gringo. De esos que no escatiman en espacio y comodidades tecnológicas. Mientras camino por un largo pasillo en forma de C, alguien me recuerda que aún visto como misionero.

—¡Hola, elder! —dice una niña que corre por el mismo corredor, jugando.

Luego de la niña, aparece Xoquic. Y me muestra un extraño baptisterio, una especie jacuzzi con un espejo enfrentado. La capilla tiene también un moderno cuarto de cocina. Y un galerón con enormes bancas de iglesia. Se supone que estos edificios están diseñados para tolerar terremotos o algún otro evento apocalíptico. El costo y mantenimiento de un inmueble así debe ser alto.

“La construcción o remodelación de las capillas se hace con el dinero reunido en los diezmos”, me explicó, días antes, Ricardo Arbizú. Él maneja las relaciones publicas de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días local. Arbizú me decía que los mormones se toman muy en serio lo del diezmo. Solo eso explicaría que —en una adinerada zona de San Salvador — estén erigiendo el primer templo mormón del país. Uno que estilan los mormones tendrá en su pináculo los brillos áureos de un ángel llamado Moroni. Dicen que el coste del templo anda entre los 10 y los 15 millones de dólares.

—¡Hermano Carlos, vamos a seguir con la misión! —me avisa Xoquic.

Mientras los élderes se despiden de unos miembros de la iglesia, le echo una mirada larga a un libro que, con sus hojas abiertas, descansa sobre un pupitre de los salones. Es una ilustración a colores de El Libro de Mormón.

En la imagen, aparece Jesucristo. Lleva una refulgente túnica color algodón, y una rubia cabellera, como la del elder Cowdell. Lo que me resulta más curioso es que el Nazareno aparece en una ciudadela maya. En el paisaje hay pirámides como la de Tikal, un cocotero y un anillo de gente color bronce, como Xoquic.

Ya me lo habían explicado antes. Para muchos mormones, Mesoamérica es un escenario sagrado. Según El Libro de Mormón —escrito por Smith— hace milenios, unas tribus hebreas navegaron desde el Medio Oriente hasta lo que hoy es la tierra de Xoquic, Guatemala. Se supone que durante la resurrección de Jesucristo, este se presentó también aquí, en Mesoamérica, porque los mayas eran descendientes de aquellos hebreos. Xoquic me llama, es hora de partir a visitar a una muchacha que pidió eso, que le hablaran del Libro de Mormón. A espaldas queda la capilla, con el bullicio de los niños que juegan en su cancha.

Pese a la oscuridad, noto que recorremos los mismos caminos de horas antes, durante el día. Y también se reitera otra cosa: En la última casa, el de la muchacha con intereses religiosos, salió un señor, y dijo que no estaba. Que mejor en otra vez.

Y ya van a dar las 9 de la noche, la hora límite misional, y Cowdell decide hacer el último intento de compartir su fe. Con su puño al revés pega tres toques a la superficie metálica de un portón pintado de verde. Xoquic fija su mirada en el mismo portón. Parece medir la posibilidad de que se abra, o meditar el sacrificio de jóvenes como él. Y una sombra se mueve detrás del portón.

—¡Buenas noches! ¿Sí?

—¡Hola, hermano! Soy un misionero de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de…

—¡Pasen adelante!

Bibliografía.

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