Mucho se ha hablado aquí que si Tepito y sus campeones, que si la delincuencia, que si el narcomenudeo, que si la maña y que si la comida, pero no se ha hablado de la experiencia que es crecer en el barrio, mucha gente podrá contarte su experiencia de cuando fue a comprar sus tenis piratas al mercado o de cuando fue a desayunar a las migas o de lo que sea, pero crecer ahí es otro boleto.
Niñez.
Resulta que cuando uno nace, a la vida le vale madre si pidió o no pidió venir, simplemente lo arroja al desmadre y espera pacientemente a que uno muera, y cosas más o menos, todos crecemos de la misma forma, empezamos babeando y cagándonos encima, dependiendo absolutamente para todo y corriendo el riesgo de morir ahogado cada segundo, nada extraordinario, así fui de bebé, como todo el mundo.
Luego por azares del destino mis papás llegaron a vivir a la colonia Morelos, saltaré los años irrelevantes para pasar a la conciencia de mi vida, era yo un niño flacucho y de estatura media, sin ningún talento en particular, sobrevivía y tenía sueños de ser astronauta o ya de perdida futbolista profesional, mi equipo favorito era, siempre fue y siempre será, el Guadalajara, estudiaba yo en la primaria Fray Melchor de Talamantes, que se ubica exactamente enfrente de la vecindad en la que yo vivía, en la calle de Ferrocarril de Cintura, recuerdo bien el día que entré, es verdad lo que aquí escribo, recuerdo ese día porque fue traumatizante, un niño gordo de nombre Benjamín me robó mi comida, supongo que en su casa no les alcanzaba para darle un desayuno y él, aprovechando su talla, le quitaba la comida a los más pendejos, esa fue mi bienvenida a “la fray” como (no tan) cariñosamente la llamamos.
En esa escuela todos los días eran peleas (no muy serias, no exageremos) y uno que otro día, quedarse sin comer en el ‘recreo’, maestros que poca o nula atención le ponían a sus alumnos (como en cualquier escuela), lo único bueno era la salida, en donde te podías atiborrar de chicharrones que te destrozaban el estómago o paletas de hielo en las que “cero vale diez”.
Ahí estuve hasta tercer grado, año en el que pasó algo confuso en mi mente y que daría un giro a mi vida, recuerdo que estaba en el ‘recreo’ y en el patio había lo que se conoce como “grava” que son un montón de piedras que se usan en la construcción, seguramente estaban de obras y ahí dejaron el material, el chiste es que como buenos niños (no sólo tepiteños, todos hacen lo mismo), se armó una guerra de piedras, yo me fui a esconder detrás de una columna, casi en la entrada y recuerdo bien que pasaban volando a mi lado piedras; botes de Frutsi, fichas y toda clase de proyectiles, entré a la refriega lanzando piedras hacia el otro lado del patio, de pronto, todos dejaron de lanzar y del lado enemigo al mío, salió un niño lleno de sangre y llorando, con tremenda descalabrada en la cabeza, para mí (no voy a mentir) fue hilarante, el niño ese fue a que lo atendieran, supongo que buscando a alguna maestra y todo asustado, ahí terminó esa guerra de piedras, yo había participado como cualquier otro, lanzando sin un objetivo concreto, solo “al bulto”.
Para no hacer el cuento largo, me corrieron de “la fray” alegando que era yo el que le había roto la cabeza a aquél niño, pudo haber sido o pudo no haber sido, no lo tengo claro, así que de ahí salí sin honores.
Hago un pequeño paréntesis antes de continuar la historia, un niño normal en tercero de primaria tiene entre siete y ocho años, algunos nueve recién cumplidos, a ésta edad, yo cruzaba a diario la avenida (que entonces era más peligrosa) para irme a mi casa, hoy, tiemblo de miedo cada que mi hijo sale a jugar a “la calle” que es una privada, dentro de un fraccionamiento privado, creo que con los años me volví blando, aunque es bien cierto que todos los niños son más valientes de lo que parecen.
Crecer aquí fue muy bonito, hacer la tarea, mi mamá me ayudaba y me ponía trabajo, leía mucho, jugaba con mis amigos del setenta y cinco, en esa vecindad de dos patios pequeños, el de atrás es el que más me gustaba porque el de adelante tiene el piso como si fueran tabiques, el de atrás no, era liso y se podía correr mejor, nuestros juegos eran los de cualquier niño mexicano, “Burro castigado” (“brinquiti burro” para los de Aguascalientes), “Listones”, “Avión”, “Las trais”, “Los encantados”, jugábamos también con trompos, yo-yo’s y juguetes en general, lo que más me gustaba era el fútbol, casi no peleábamos, eramos niños provenientes de familias hasta cierto punto sanas e integradas. Prosigo con el relato.
Para continuar mi tercer grado, mi madre me llevó a una escuela llamada “Ovidio Decroly”, que no sé a la fecha en dónde está ubicada, sólo sé que es por la colonia Valle Gómez, ahí duré poco, fue cosa de meses porque también me corrieron, esa vez fue porque le enterré un lápiz en la cabeza a un niño, quisieron pegarme entre tres y le fue mal al que tenía más cerca, de nuevo, sangre en mi expediente y ese fue la primera llamada de atención “barrio bravo” de mi vida. Así arreglábamos el “bullying” en mis tiempos, no llorando, ni acusando, era simplemente defenderse con lo que tenías a la mano (un lápiz en éste caso).
Otro paréntesis, no recuerdo el castigo que me dieron aquella vez, es más, no recuerdo si me castigaron. En mi casa hay consecuencias cuando te portas mal, desde un simple “hoy no sales” hasta una chinga bien dada con el cinturón favorito de tu jefa, a día de hoy, los niños creen que no se les puede corregir implementando castigos físicos, dicen tener “derechos” y chingadera y media, pero nunca hablan de sus obligaciones, estamos (desde hace un par de generaciones) criando a una bola de blandengues buenos para nada…
Luego del incidente en la Ovidio, llegué a la Escuela Primaria Vicente Suárez, ubicada en la calle Pozos 55 de la colonia Valle Gómez, ahí terminé mi formación primaria y prácticamente mi infancia, no tengo anécdotas relevantes pero dejaré constancia de la primera vez que sentí hambre cabrona en mi vida.
Estaba en el ‘recreo’, seguía siendo mi tercer grado porque antes de eso, no tengo recuerdos en esa escuela (que por cierto, ya no existe) y no me habían dado dinero para comprar algo de comer ni tampoco me mandaron desayuno, en mi casa no eramos ricos, pero nunca nos quedábamos sin comer, supongo que eramos de clase media, al salir al ‘recreo’ moría de hambre, así que empecé a caminar solo, por el patio, nunca fui de muchos amigos, viendo a los demás niños comer y claro, como buen niño pensé; “tengo qué hacer algo, tengo mucha hambre” y ¡Sorpresa! lo mejor que se me ocurrió, fue levantar un pandita que estaba en el piso, todo lleno de tierra, me acerqué cuidadosamente para que nadie notara lo que hacía y recogí la miserable gomita, ya en mi mano la limpié lo mejor que pude y me la comí. al reflexionar hoy, tantos años después, supongo que por eso me molesta la gente que desperdicia comida, que dice; “mi torta sin cebolla” o “a mí no me gusta el pollo”, nunca han sentido hambre.
No puedo evitar sonreír cuando recuerdo que en sexto año de primaria, yo me iba solo a la escuela, el trayecto es de varios kilómetros y era necesario tomar dos microbuses para llegar y luego caminar unas calles, qué esperanza de dejar a un niño de 11 años viajar en micro por la ciudad de México desde la Morelos hasta la Valle Gómez tenemos hoy en día, si ya no puedes salir ni a la esquina por el miedo a que algo te pase, extraño a esa gente de antes, la ciudad no porque sigue siendo la misma, las calles no tienen la culpa de nuestras tonterías.
Una vez me perdí de camino a la escuela, iba en el micro que corre por Congreso de la unión, yo tenía que bajarme en la calle “Platino” y ahí tomar el otro micro que me lleva a Pozos, para luego caminar hasta la escuela, pero cometí el grave error de no bajarme en la calle que debía y coincidentemente pasando esa calle, hay un paso a desnivel, para mí fue como atravesar un túnel que salía en otro mundo, me bajé lo más rápido que pude y me quedé parado ahí, sin saber qué hacer, por suerte una señora iba caminando con su hijo rumbo a la escuela, el niño (de mi edad aproximadamente) iba vestido de uniforme azul, me acerqué a la señora y le pregunté si conocía la Vicente Suárez, ella muy amable me dijo que sí y a mí me ganó el miedo y empecé a llorar, la señora me tranquilizó y me dijo que no me asustara, que ella me llevaba a la escuela, sólo que primero teníamos que pasar a dejar a su hijo, así lo hicimos y la señora me dejó en la puerta de mi escuela, no recuerdo hacerle dicho “gracias”, aunque seguramente lo hice, tampoco recuerdo su cara ni sus señas particulares, ojalá pudiera ir a darle las gracias por haberme ayudado, tal vez para ella sólo fue desviarse diez minutos de su ruta diaria, para mí fue una especie de heroína que me ayudó a sobrevivir en la calle, no quiero ni pensar qué hubiera pasado si en vez de acercarme a ella, me hubiera acercado a una persona enferma o mala, tal vez no estaría escribiendo éstas líneas.
Esa era la clase de mexicanos que caminaban por las calles en aquellos días, no los desconfiados y (a veces) abusivos que somos hoy, como trato de aprender algo de cada cosa que me pasa, de aquella experiencia aprendí dos cosas, la primera “bájate en la calle que te debes de bajar” y la segunda y más importante, “ayuda al que lo necesite, tú no sabes en qué desesperada situación se puede encontrar”, tal vez lo que para ti es un pequeño esfuerzo, para otra persona signifique tanto, que veinticinco años después, todavía te recuerde y sonría agradecido.
Ahí terminé la primaria, en Pozos 55, colonia Valle Gómez. espero que éstas líneas le sirvan de homenaje a ese edificio que albergó a tantos niños, tantas historias, tanto aprendizaje y que nosotros, que estudiamos ahí, le hagamos honor también, siendo personas responsables y trabajadoras, hasta siempre, Escuela Primaria Vicente Suárez, gracias por todo lo que me diste.
Mientras yo iba con mi uniforme verde y gris a “la Vicente”, en el barrio seguían creciendo mis ex-compañeros de ‘la fray’ supe de algunos que se convirtieron en verdaderas fichitas, aunque yo tuve la suerte de crecer rodeado de amigos, no pondré sus nombres aquí para respetar su privacidad, pero basta con decir que a la fecha los veo con mucho cariño, me da gusto cuando les va bien, me entristece cuando algo les sale mal y siempre trato de estar ahí si necesitan algo.
Desde muy joven iba al tianguis de Tepito a curiosear, a ver qué vendían y a caminar entre tanta gente, en la edad en la que estamos ubicados en la historia, evidentemente no era así, pero sí que conocí mucho de lo que más tarde me esperaría, escuché los primeros balazos de mi vida, vi a través de mi ventana (que da a la calle) las primeras broncas, griteríos, mujeres histéricas y toda clase de fauna que se puedan imaginar, aunque siempre sentí estar rodeado por los míos, al barrio no podías llegar uno de otro lado a ‘pasarse de lanza’, porque rápidos ‘brincaban’ todos a hacerte ‘el paro’, eso es una verdad que no puedo ni debo omitir, el barrio es cabrón, pero es leal (o era), nunca me faltó cobijo ni protección.
Recuerdo que sobre la calle de Ferrocarril de Cintura, había un taquero, “El Güero” (hasta en los apodos somos originales), vendía los mejores tacos… De esa calle y yo podía ir a las 2 de la mañana a comprar, sin temor a que en el camino me asaltaran o me secuestraran, el riesgo de que te rompieran tu madre siempre estuvo latente, pero de unos golpes no pasaba, hoy en día, por desgracia la situación ha cambiado mucho.
Experimenté golpes y burlas, pero también conocí lo que era ir al parque y ganar en un partido de Fútbol, en la vecindad en la que vivía había de todo, los vecinos que ni conoces (casi), los viejos amargados que de todo están chingando, los amigos del alma, el loco que nos quería matar a todos (“el barros”) el viejo marica que pensaba que nadie se daba cuenta, el pobre diablo que disfrutaba abriendo la puerta de su casa para que se nos fuera el balón, etcétera etcétera. Así fue crecer en un lugar tan pintoresco, rodeado de personajes, música de Héctor Lavoe y de Rubén Blades, escuchando “La Murga” y también a “La Santanera”, la sonora del barrio.
Como se pueden dar cuenta, llevé una infancia buena, jugando, estudiando, aprendiendo, rodeado de amigos, una familia muy buena.
En la próxima parte de ésta reflexión, trataré de escribir lo que siguió a continuación, que es ya un acercamiento más serio con Tepito el tianguis, Tepito el mercado, Tepito Las profundidades de La Morelos, espero no haberlos aburrido mucho y que les guste leer ésto, tanto como a mí me ha gustado escribirlo. Hasta la próxima.
Pepe Sosa.