Publicada originalmente por Alex Ayala Ugarte
1. (el gol)
Cuando el pasado 23 de enero Yuri Villarroel marcó un gol histórico para La Paz Fútbol Club no pensó que semanas más tarde sería secuestrado. El suyo fue un tanto extraño: le pegó ligeramente con el muslo. Fue su primera diana como profesional. Y fue la primera vez que un jugador de la liga boliviana hacía gol en un partido oficial en El Alto, en el estadio Los Andes, uno de los más elevados del planeta, a 4.080 metros sobre el nivel del mar. A esa altitud en otros lugares no hay ciudades sino montañas. A esa altitud en países como Suiza construyen pistas de esquí. Yuri, sin embargo, hizo aquel mágico gol como si nada, con la calma de un notario que estampa su firma en un contrato.
Fue en el minuto veintiséis del segundo tiempo, saliendo del banquillo; después de una falta en el lateral izquierdo; tras un centro del argentino Alejandro Molina que parecía que nunca tocaría el suelo; tras ese centro envenenado que efectivamente nunca pisó suelo; que terminó en la pierna de Yuri, quien de volea lo introdujo en la red, tras el portero. En un parpadeo: visto, no visto. Luego: silencio, el estallido de la grada, Yuri corriendo con el grito en la boca hacia la banda, sin polera. Allí. Tan arriba. Mirando a toda la fanaticada. Con un cuerpo en ebullición ajeno a los diez grados de temperatura
2. (el camarín)
Un mes después, en el mismo lugar, en el mismo escenario, Yuri siente el frío que no le incomodó aquel día. Son las ocho de la noche y dentro, en los camerinos, no es suficiente el café hirviendo para calentarse. Dentro, paredes blancas, desangeladas. Dentro las sillas de plástico que usan los jugadores para cambiarse están más juntas que de costumbre. Dentro se consultan los relojes a cada rato. Dentro algunos hablan por teléfono; otros dormitan. Dentro, los secuestrados, los integrantes de La Paz Fútbol Club: los futbolistas, el entrenador, el médico, el masajista, el chofer del bus que les ha traído. Dentro se está mejor que fuera. Fuera parece el fin del mundo.
Afuera, arena y viento: los vientos del norte que se apoderan de las calles como si fueran su desagüe. Afuera, las casas que se repiten: todas iguales, todas de adobe, ladrillo descubierto y calamina. Afuera, Cosmos 79: el barrio interminable, extenso como una estepa, rojizo, duro, inexpresivo. Afuera, los vecinos. Los vecinos que oyeron por la radio a la mañana que vetarían su estadio por inseguro, los vecinos que luego se movilizaron, los vecinos que cerraron el recinto con candados, los vecinos que dijeron: “nadie entra, nadie sale”. Afuera, el horizonte, la lejanía, el olvido. A más de 4.000 metros: el olvido. Afuera, los hinchas: los hinchas que secuestraron a su propio equipo.
3. (cartografías)
Sólo un hincha desesperado sería capaz de secuestrar a su propio equipo. En Cosmos 79 los desesperados fueron más de cien vecinos. Lo suyo fue un secuestro silencioso, amable incluso. Sin armas. Sin aderezos. Un jaque mate magistral en una sola jugada: sellaron las puertas una a una y esperaron nada más a que La Paz F.C. acabara el entrenamiento.
Fue un catenaccio1 en toda regla. Genial. Improvisado. La única manera posible de que un lugar que no aparece ni en las guías de viaje ni en las cartografías de turista dejara de ser invisible durante un rato.
—En realidad no se trataba de un secuestro. Fue pura estrategia. ¿De qué otra forma podíamos presionar para que no clausuraran nuestro campo? —pregunta ahora Roberto Condori Chura, vicepresidente del Consejo Central de Juntas Vecinales de Cosmos 79.
Dice Roberto que, después de una inspección y varias remodelaciones, el estadio Los Andes fue habilitado a principios de año por la Liga para acoger partidos oficiales. Que fueron los mismos vecinos los que llenos de ilusión arreglaron las duchas, taparon los agujeros y cercaron con mallas de seguridad las instalaciones.
—Todo lo que nos pidieron lo acondicionamos. Hasta mujeres había trabajando picota en mano. Por eso nadie entiende que nos quieran vetar el estadio. Dicen que no ofrecemos garantías. Que no entra gente en nuestras graderías. Pero aquí no ha muerto nadie. Aquí pueden venir moros y cristianos
4. (villas y favelas)
Roberto agarra con la mano izquierda una agenda de cuero marrón donde anota lo que ocurre en el barrio: los reclamos, las denuncias, los problemas, los incidentes. Absolutamente todo. Viste una gabardina negra, zapatos bien lustrados, camisa blanca y lentes oscuros para el sol. Aunque no lo sea, tiene el rostro duro de los funcionarios. Y una idea clara: nadie tiene derecho a dejar sin fútbol de primera a la ciudad de El Alto.
—Sin Liga, sin partidos —silabea. Y señala hacia unos jovencitos que disputan en estos momentos un campeonato intercolegial en el estadio, que se mueven aún con cierta torpeza, que corren detrás de la pelota como si ésta fuera una liebre inalcanzable.
—¡No lo permitiremos! —exclama acto seguido—. Nos están discriminando: estos niños deberían poder ver aquí (donde han nacido) a los jugadores que admiran tanto.
En Cosmos 79, como en las favelas de Río o en las villas de Buenos Aires, el fútbol se ha convertido en una válvula de escape. Los niños quieren ser aquí como Cristiano Ronaldo o Leo Messi, los nuevos rock stars de la enciclopedia balompédica. Y el hecho de que una estrella como Messi firmara su primer contrato en una servilleta les da esperanza: su historia es la de un muchacho humilde capaz de conquistar el mundo bailando en los terrenos de juego. Les hace ver que pueden superarse: Messi, que mide 1.69, anota a veces goles por encima de gigantes de dos metros.
Quizá por eso el escritor y periodista mexicano Juan Villoro dice que “no hay defensas ni cerraduras que puedan detenerlo”.
El día del secuestro, sin embargo, en el estadio Los Andes bastaron un puñado de candados para detener a un equipo completo. Sólo un par de juveniles escaparon. “Saltaron el muro de tres metros”, me diría semanas después Carlos Eulate, uno de los custodios del campo. El resto pensó que se trataba de una broma cuando alguien apareció por el camerino para decir que estaban encerrados. Muchos no se lo tomaron en serio hasta que el médico del plantel, Cristian Guevara, repartió vitaminas A y C para que no se resfriaran.
5. (número 504)
Dice el periodista Ricardo Bajo que La Paz F.C. es “un equipo atípico y casi único en el mundo”. Con escasa hinchada, con apenas divisiones inferiores y que entrena en canchas alquiladas. Dice que “es el plantel de una sola persona”: Mauricio González, que ha transferido jugadores en otras épocas a destinos tan exóticos como Azerbaiyán o China. Dice también que González fue presidente de Yacimientos Petrolíferos Fiscales de Bolivia. Que luego quiso tener un club y, como quien va de shopping, “se compró uno”.
Hoy es un jueves de finales de marzo y estoy en frente de una casa que parece ser una oficina, frente a una puerta sin placa, identificada nada más que por el número 504. Entre esa puerta y la casa hay un patio con una palmera, un jardinero y un gimnasio personal un tanto improvisado. Dentro, en la sala en la que me aguarda Mauricio González, apenas hay muebles: sólo algún trofeo, fotos y una mesa de madera donde está él, parapetado en una silla. Sin mirarme, mientras chequea algo en su laptop, dice que puede darme veinte minutos. “Soy un hombre muy ocupado”, anuncia.
Mauricio es un tipo de mediana edad, alto, robusto, que viste bien —de traje, con chaqueta a cuadros y un elegante pañuelo en la solapa—, que como la mayoría de sus amigos empresarios consulta el celular a cada rato.
6. (evasivas)
Con su teléfono celular Mauricio maneja el pequeño mundo que le rodea: da órdenes, negocia fichajes o traspasos, ofrece exclusivas a los periodistas e interpela de vez en cuando al cuerpo técnico, porque es duro admitir que su equipo, el equipo que más alto patea la pelota (a 4.000 metros), sea el que más abajo está en la tabla de clasificaciones.
Pero el día que encerraron a su plantel en el estadio Los Andes el celular no le sirvió de mucho. Aquel día tuvo que ir a negociar personalmente a El Alto.
—¿Para que los vecinos soltaran a los rehenes? —le pregunto.
—No, por Dios, no. No fue un secuestro.
Mauricio González me dice ahora que no, que a su equipo no lo secuestraron.
—Pero no los dejaban salir, los tenían retenidos en el campo —le digo.
—No, no, claro que no, mis jugadores no estaban retenidos —insiste.
Lo piensa un poco, como si dudara. Y luego hace énfasis en el final de la frase:
—No, no estaban retenidos —recalca.
Lo hace, creo, para que me quede claro.
Después Mauricio me reitera que todo fue de mutuo acuerdo, que a los jugadores les llevaron sándwich y pollos a la broaster para matar el hambre. Que los dejaron ir antes de las diez de la noche para que no enfermaran.
—Los dejaron ir —repito.
—Los dejaron ir —repite.
Los dejaron ir después de que se calmaran los ánimos. Los dejaron ir después de que a los vecinos nadie les hiciera caso.
7. (colorados)
La Paz Fútbol Club se llamaba antes Atlético González en honor al padre de Mauricio. Tuvo sus días de gloria: en 2007 ganó la Copa Aerosur y ha llegado a ser subcampeón de Liga. Pero desde hace un par de años se tambalea en las últimas posiciones del torneo.
—Hasta hace poco éramos el tercer equipo de La Paz. Y lo que necesitábamos era hallar un hogar en el que se nos quisiera. Porque la gente de La Paz es muy cariñosa, pero tiene un problema: es hincha de The Strongest o Bolívar —Mauricio sonríe—. Para mí la dupla con los alteños es magnífica: nosotros ganamos afición y ellos pueden tener fútbol en su casa, en su estadio. Por eso solicitamos jugar en la ciudad de El Alto.
Hace algunos años, ante la ausencia de una barra, Mauricio hizo gestiones para que una compañía del regimiento de los Colorados, con sus bombos y bien uniformada, les alentara. Quiso ser un golpe de efecto: los Colorados suelen ser muchachos altos, bien plantados, que llaman la atención porque visten de manera un tanto extravagante, como soldaditos de plomo, que forman parte de la escolta presidencial, es decir, son los que custodian el Palacio de Gobierno. ¿Qué mejor recurso para conquistar las gradas?
Aquella fórmula, sin embargo, se agotó enseguida. Y ahora, de momento, La Paz Fútbol Club es todavía una especie de prótesis para El Alto, una ciudad a la que le faltaba esa extremidad llamada equipo. Porque el idilio seguramente no se completará hasta la siguiente temporada, cuando el plantel azulgrana cambie de nombre y pase a ser oficialmente El Alto Fútbol Club: el club de El Alto.
8. (los latinos)
Es domingo y en Cosmos 79, justo en la puerta del restaurante Los Latinos, hay un futbolín con dos equipos: The Strongest y Bolívar. Los futbolistas de madera —atigrados unos, celestes otros— están ya pálidos de tanto uso. Seguramente, después de haber protagonizado partidillos memorables entre vecinos.
—¿Y cuándo pintará a los jugadores de alguno de los dos equipos de azulgrana? —le pregunto a Olimpia Mamani, la dueña del local, de treinta y cinco años—. Al fin y al cabo, son los colores de La Paz F.C., ¿no ve?, que ahora representa a El Alto.
Olimpia me regala una sonrisa a medias. Luego, se encoge de hombros. No sabe aún cuándo. Todavía hay muchos bolivaristas y estronguistas en el barrio.
Cuando The Strongest subió a jugar a El Alto contra La Paz F.C. el restaurante Los Latinos estaba repleto. Se llenó con comensales el primer piso, el principal, el de las mesas, el de los colores crema, el de los platos típicos, el de la cumbia y la música chicha. Pero también los que están en construcción: el segundo, el tercero y el cuarto.
—Me quedé sin sodas. Sin dulces. Sin cigarros. Sin comida. Sin cervezas. Me vaciaron el almacén entero —enumera Olimpia.
Por unos pocos pesos, el edificio se convirtió en una gradería improvisada, en una especie de tribuna para el pueblo. Allí arriba había gente de pie y otra sentada en sillas plásticas: niños, hombres y mujeres. En medio de la obra bruta, entre ladrillos.
A metros de Los Latinos había también personas subidas sobre camiones, micros y otras movilidades. Muchos con sus bufandas apasteladas, apoyando desde ahí a uno u otro bando, bajo ese sol tan típico del Altiplano: que no calienta pero quema.
9. (tucumanas)
De vez en cuando, Gladys Ticona, cuarenta y ocho años, ofrece tucumanas al lado del mercado de Cosmos 79. Hoy es sábado, hay bastante ajetreo y ella se protege de la claridad con un sombrero. Luce además un uniforme azul cielo que se distingue desde lejos. Y maneja un carrito móvil en el que hay tarritos con salsa de maní y con llajua para que los clientes acompañen sus empanadas.
Gladys dice que en el barrio hay ahora muchas vivanderas (alrededor de ciento ochenta). Que los terrenos han subido de precio desde que construyeron el estadio. Que los días de partido el verdadero negocio aquí no es el de los goles, sino el de la comida.
—Cuando juega La Paz Fútbol Club algunas compañeras venden en un día lo que a veces no despachan en una semana —asegura.
Una ecuación perfecta. Pero por el momento —y tras las nuevas observaciones que le han hecho al campo: escaso aforo, barandas débiles, concentración de materiales áridos, falta de espacios adecuados para la prensa, etcétera— los partidos de primera división han sido un patrimonio escaso.
Por eso la pujanza no llega todavía. Por eso dice Gladys que protestaron.
—No tenemos nada en contra de los jugadores. Ellos son como mis hijos. Pero lo que nos está haciendo la Liga es una injusticia. Y acá ante cosas así reaccionamos.
Gladys evita llamar secuestro a lo ocurrido hace unas semanas. “Incidente —dice—. No hay que exagerar lo que ha pasado. Eso nomás fue: un incidente”.
La palabra exacta para ella es incidente.
—Además —aclara—, antes de las diez dejamos marchar a todos los futbolistas por una de las puertas. Pero a los periodistas no les avisamos para que se quedaran.
10. (fuera de foco)
Un secuestro comparte con la cita a ciegas los desenlaces imprevistos. En 1942, durante la ocupación alemana, los jugadores del Dínamo de Kiev, que se encontraban retenidos, eligieron dar la vida a perder en su propio campo contra una selección de Hitler. “Si nos ganan, les matamos”, les dijeron; y así fue: los torturaron y los fusilaron (algunos lucían aún los dorsales de aquel partido cuando les dispararon). En México, el jugador peruano Reimond Manco, del Atlante, tuvo mejor suerte este año: salió ileso. Porque nunca hubo secuestro: se lo inventó él para no confesar que estaba ebrio. Acá, en Cosmos 79, el objetivo era simplemente ser noticia: aparecer en los medios.
Y esta vez sí: el barrio fue por fin noticia después de mucho tiempo.
Mientras tanto, en los camarines, los jugadores quedaron en un segundo plano, fuera de foco, resignados. Para gente acostumbrada a los flashes, los micrófonos y las atenciones estar casi ocho horas encerrada puede ser algo terriblemente soporífero.
Aquel día, los futbolistas jugaron cartas. Escucharon música en sus teléfonos o en sus iPod. Se hacían bromas unos a otros. Descansaban intranquilos sentados con las piernas estiradas o sobre la camilla de emergencias. Y armaban comitivas de dos o tres personas para acercarse a la puerta principal a enterarse cómo iban las negociaciones. Pero las negociaciones no iban. Mauricio Méndez, el presidente de la Liga, no atendía las llamadas. Como quien apaga la luz apagó su celular y dio carpetazo al caso.
Cuando bajó la temperatura, el lugar se transformó en un pequeño frigorífico en el que cada vez era más complicado calentar las articulaciones. No había frazadas. Y el masajista hizo horas extras de pierna en pierna.
—Pero entendíamos perfectamente a los vecinos —dice Richard Rojas, volante de contención de treinta y seis años—. Son personas de gran corazón y querendonas del fútbol. Protestaron porque nos quieren allí, en El Alto. Probablemente, si no lo hubieran hecho así, nadie les estaría haciendo caso.
11. (el mercader)
Como muchas otras zonas de El Alto, Cosmos 79 era antes una hacienda: Collpani, que comenzó a urbanizarse en 1979 de la mano de Benigno Gómez, a quien algunos apodaban El Mercader de Tierras. Parece ser que Benigno era el apoderado de veinticinco colonos que no sabían leer ni escribir; y que ellos le encargaron la venta de sus terrenos.
Hace veinte años en este lugar no había luz. El agua se conseguía en pozos. Y los pocos privilegiados que tenían un televisor lo hacían funcionar con baterías que hacían cargar en un barrio cercano. En aquella época los partidos de fútbol eran aún un acontecimiento exótico. Se jugaba por una vaca, por un toro. A veces, por una llama.
Hoy, en El Alto, las canchas se improvisan en cualquier esquina los fines de semana. El fútbol es aquí casi una religión que compite únicamente con las iglesias evangélicas y con los más de sesenta campanarios de estilo renacentista que el sacerdote alemán Sebastián Obermaier construyó para que sean lo primero que uno vea del avión cuando aterriza. Por eso no debe extrañar que las dos estructuras que han sacado a Cosmos 79 del ostracismo hayan sido la catedral de Obermaier y el stádium Los Andes.
La catedral está ubicada sobre un antiguo cementerio campesino y, además de ser el principal centro espiritual de este sector, es un punto de encuentro, ya que está al lado del mercado, un tinglado de tablones y nailones azules en el que se comercializan fideos, carnes, frutas y verduras. El estadio, por su parte, es un “elefante blanco”. Según el escritor alteño Marco Alberto Quispe Villca, uno de los incentivos principales para que este área deje de ser patio trasero de la ciudad de El Alto.
Pronto se construirán las curvas y Los Andes podría albergar a cerca de veinte mil espectadores, es decir, a casi la mitad de los habitantes de este barrio que eligió un nombre exquisito. Porque Cosmos fue un célebre equipo de Nueva York que en las décadas de los 70 y 80 reclutó a futbolistas míticos, como Pelé o Franz Beckenbauer. Sin embargo, en estas calles en las que por el día aún pastan desordenadas algunas ovejas son pocos los que conocen este dato histórico.
12. (plus altus)
Plus Altus (más alto) es el lema de La Paz Fútbol Club; y son pocos los campos en el mundo que están más arriba que el estadio Los Andes. Desde su gradería se impone un paisaje único: la Cordillera Real, una cadena montañosa con picos cosidos uno detrás de otro y una altura promedio de seis mil metros. Los aficionados saben cómo convertir cada partido aquí en un bonito espectáculo. Pero los equipos se resisten aún a jugar tan lejos.
A Cosmos 79 se llega tras media hora de viaje, en minibús o micro, desde la Ceja de la ciudad de El Alto. La Ceja es el límite con La Paz. Una frontera. El lugar del que salen todos los caminos (y al que todos los caminos llegan).
Algunos han llamado a El Alto la no-ciudad por su apariencia invisible, porque no tiene rascacielos, ni calles edulcoradas con cientos de letreros luminosos ni otros puntos de referencia tan típicos de cualquier urbe moderna. Porque es gris y polvorienta. Porque está invadida por el comercio informal y por los perros callejeros. Pero es en realidad la ciudad más representativa del país: poblada por gente de todos sus rincones, sobre todo del campo. Y Cosmos 79 es inevitablemente un clon perfecto.
En el trayecto hacia este barrio hay una calle invadida por los vendedores de madera. Hay llanterías. Hay avenidas que parece que no van a terminar nunca. Hay pintadas que avisan lo que pasará si un ladrón se acerca: “Auto sospechoso será quemado”, se lee en algunas de ellas. De lo alto de varias luminarias cuelgan ahorcados muñecos de trapo, sin rostro, que también sirven de advertencia a los rateros. Y un mal giro en esta pampa de asfalto y de ladrillo provoca con facilidad que uno se despiste y ponga dirección hacia otro lado: en su día, por ejemplo, el Real Mamoré, primer plantel profesional que se estrenó en Los Andes como visitante, se perdió por el camino y el partido tuvo que retrasarse varios minutos.
—Pero eso no es excusa para que otros equipos no quieran venir acá —se duele Francisco Quispe, presidente del Consejo Central de Juntas Vecinales de Cosmos 79.
—Si tan buenos dicen que son, ¿de qué tienen miedo?, ¿de la altura?, ¿del césped sintético? Lo que pasa es que son muy malos. Lo que ocurre es que no hemos tenido fútbol de verdad desde el 94.
El francés Albert Camus, que fue arquero y gambeteador antes que ensayista, tuberculoso y novelista, decía: “para mí, patria es la selección nacional de fútbol”. Y en Bolivia aquella patria se quedó anclada en 1994.
La selección del 94, la más aclamada de la historia boliviana, fue la última en clasificarse para un Mundial. Y es tan representativa para el país que algunos de sus futbolistas acaban de pedir una renta vitalicia por los servicios prestados. Como si hubieran arriesgado la vida en alguna famélica trinchera en mitad de una batalla.
13. (último minuto)
—Si quieren guerra, tendrán guerra —me dice otro día desde una banca de madera Roberto Aguilar, dirigente de la Federación de Juntas Vecinales de El Alto (Fejuve).
La sede de la Fejuve es un edificio pálido, de paredes desconchadas, que no deja de engullir y escupir gente. Es un termómetro que mide el estado de ánimo de la sociedad alteña. El cuartel general de una organización que en 2003, tras una masacre militar, hizo huir al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada.
A los diecisiete, la edad en la que Messi comenzaba a triunfar en el Barcelona, Roberto Aguilar me cuenta que él ya había renunciado a convertirse en futbolista. En el club español le pagaron a La Pulga un tratamiento hormonal de novecientos dólares mensuales. En casa de Roberto no alcanzaba para botines o una pelota reglamentaria. Y ahora a Roberto le sobran años para jugar —ya ronda los cincuenta—, pero no para disfrutar del fútbol.
—Mis compañeros y yo ya estamos bastante pasaditos, pero en el estadio Los Andes jugarán dentro de poco otros alteños, los que sí tienen futuro —suspira.
Luego, intuyendo que hay encima suyo un par de miradas de curiosos, reclama:
—¡Se juega donde se vive!
Y su voz suena con eco por el pasillo.
El fútbol, pienso entonces, es también una cuestión de democracia.
En 2007, Evo Morales sorprendió al mundo iniciando una cruzada para evitar que el suizo Joseph Blatter, presidente de la FIFA, vetara los estadios situados a más de 2.500 metros. “Quien puede hacer el amor en las alturas también puede jugar fútbol”, dijo Evo; y para demostrar que no pasaba nada, rozando la locura, organizó un partido de futbito en la cumbre del Sajama, el techo del país con más de 6.500 metros.
En Cosmos 79 la locura fue un secuestro express en el último minuto. Un secuestro en defensa propia que los vecinos acababan de inventarse.
14. (la radio)
La última vez que visité el estadio Los Andes, alguien me dijo que, desde que no hay fútbol de Liga allí, todo se ve distinto: un poco raro. “El barrio está más triste”, fueron concretamente sus palabras. Se apagó sin más, así como se desvanece un fósforo decapitado.
La imagen ese día era de postal: las calles casi vacías, remolinos de polvo por donde pasaron las últimas vagonetas, fogonazos de luz en los tejados. En el campo de juego había un campeonato local y escaso público.
Saliendo ya de las graderías me crucé con un tipo de mediana edad y rostro seco, cuarteado. Cubría la cabeza con un chullo de colores neutros. Manejaba una bicicleta vieja de varillas oxidadas mientras una radio colgaba de su manillar y se meneaba como un péndulo. El locutor narraba el partido de La Paz Fútbol Club en otro stádium. O lo que es lo mismo: el señor escuchaba el partido que no le dejaban ver en su propio campo.